Se llama "El hombre del retrato", y verán... no soy muy buena titulando, jamás lo he sido, por eso el mundano titulo que no hace honor a nada. En fin, disfruten.
---¿Por qué el Bogeyman[1]
solo sale de noche?---inquirió el joven, volviendo la cabeza a la izquierda
donde el retrato de un hombre viejo ocupaba casi toda la pared de tapiz carmesí
y doradas molduras.
El cuadro no respondió como solía obrar el
hombre allí representado, se quedó estático, exhibiendo su mejor expresión
militar. El joven tomó la manta con sus manecillas de muñeco bien tallado y la
apretó con tanta fuerza que sus palmas se enrojecieron y el dolor se extendió
como una corriente eléctrica por sus brazos, haciéndole estremecer. La ira le
consumía, ¿por qué el hombre en el retrato se negaba a responder?, ¿por qué le
torturaba con su silencio? Él no solía comportarse de ese modo, no con el
joven, quien recibía su poco afecto.
---¿Por qué los cuentos de las damas tienen
un final feliz en el cual el sol ilumina cada recoveco de los que antes eran
lóbregos castillos?---se atrevió a sisear, tratando de controlar el creciente
sentimiento que se apoderaba de él. Maldito aquel que poseía las respuestas y
se negaba a compartirlas--- ¿Por qué la noche es más peligrosa que el día? ¿Por
qué si grandes guerras se han llevado a cabo bajo la sofocante luz solar? ¿Por
qué solo en la noche los miedos se revelan ante los hombres que fingen fuerte
carácter?
El hombre en el retrato no se inmutó, su
figura se mantenía en aquella pose orgullosa y su expresión nada denotaba. El joven
comenzó a desesperarse.
---¿Por qué no pronuncia algo?--- exclamó,
furibundo, soltando la manta con un movimiento brusco y levantándose de un
salto de la cama, provocando una ligera brisa que hizo tintinear la llama de la
vela que solía encender en el suelo hasta que se dormía y esta se consumía por
completo. Las sombras en las paredes se tornaron grandes y después disminuyeron
de forma abrupta, creando imágenes disonantes en las paredes, revelando los espíritus
de los objetos que llevaban más de medio siglo en la misma habitación, quienes
habían visto sus propios cuerpos sobre la suave cama siendo embalsamados y
maquillados con una suntuosidad que en vida no llegaba a presentarse. Lo mórbido
de la muerte no siempre recae sobre la muerte misma, sino sobre la pompa
festiva que se trata de esconder tras las ropas negras.
El retrato no respondió, seguía igual,
siempre igual. El joven lo observaba con el entrecejo fruncido y una mueca que
revelaba sus dientes, como un perro callejero al que le han arrebatado su comida.
Lo odiaba mucho más en ese momento que cuando sostenía la manta, lo odiaba más
que en ninguna otra ocasión.
---¡Bien! ¡No me responda!---terminó por
gritar con serias inflexiones en su voz provocadas por la creciente ola de ira
y los estremecimientos que esta provocaba--- Solo sirve usted para observar
desde su pedestal privilegiado el sufrimiento de los que se pasean por esta
habitación. Goza cuando ellos chillan de dolor y se regocija en silencio cuando
sus corazones, por el su pesar, parecen comenzar a detenerse. ¡Despreciable!
¡Repulsivo! ¿Dónde esta el buen hombre que trataba con tiranía a quienes debían
tratarse de ese modo, y entregaba su corazón a quienes lo merecíamos?---movióse
por la habitación, apretando los puños para controlarse y señalando, de cuanto
en cuanto, el rostro del hombre del retrato--- La vileza se apoderado de usted
con más rapidez que de la humanidad. La crueldad ha tomado como presa a los
seres que se autoproclaman racionales y ha carcomido lo que solía llamarse
bueno… ¡y usted, el primero al que ha tomado!
Las palabras salían sin control de sus
labios, pero no de los labios del receptor, que aún no se movían. El joven,
ofendido e iracundo, se arrodilló en el suelo, tomando la vela que por suerte
no se apagaba, y sin contemplaciones ni miramientos la arrojó a la gran pared.
La vela rebotó en el cuadro y la pequeña llama logró apoderarse del vestido
negro del hombre inmutable, quien se vio consumido por un calor incesante en un
par de minutos que el joven disfrutó. Se regocijó en el calor y bailó una
melodía inexistente hasta que sus pies chocaron y tuvo que detenerse.
¡El retrato se calcinaba! ¡Cuan feliz era!
Pero… sus respuestas, las necesitaba, las añoraba con cada fibra de su ser. El
retrato ya no podría dárselas aunque por obra divina quisiera mover los labios.
¿Quién, pues, podría exponerle lo que necesitaba saber?
Giró sobre sus talones y se precipitó fuera
de la habitación en llamas, propinando un portazo a su salida. Bajó las
escaleras, presuroso, y recorrió el gran salón evitando cruzar miradas con los
otros seres atrapados en marcos de madera que le miraban acusadores. La enorme
puerta principal le esperaba abierta, al igual que la noche, que lo recibía en
sus fríos y acogedores brazos de madre perdida quien pugna por iluminar la vida
de sus retoños con los más horribles relatos que la luna escuchaba.
Las flores secas en el suelo formaban el
camino que siguió sin dudar; zigzagueaba entre los arboles que lo recibieron
después; corría con un ímpetu desconocido, con un deseo que no podía saciar con
las fundamentales reglas que la sociedad se empeña en desarrollar. Corría
porque así lo quería, y lo quería porque sus preguntas lo empujaban para que
así fuese.
Los caminos que recorrió no eran conocidos
para él, pero llegó al lugar deseado, de todos modos. Las placas de mármol a
penas podían mantenerse en pie, desquebrajadas y llenas de moho y hierbas
malas; los cúmulos de tierra se apoderaban de espacios transitables y teñían la
verde hierba de un café casi tan oscuro como el cielo mismo; las ramas de los
arboles caían como enormes lagrimones sobre la tierra sucia y el vivo olor a
podredumbre y flores exquisitas se movía con el viento.
No le asustó el lugar, lo visitaba de día,
¿por qué le provocaría miedo visitarlo de noche? Sería una sugestión absurda.
La placa de mármol que buscaba estaba
irreconocible, las letras ya no estaban y la hierba se apoderaba sin piedad de
ella; pero no le interesaba. Se inclinó hasta que sus rodillas se hundieron en
la tierra y estiró sus manos hacia adelante, tocando primero la placa y después
el suelo húmedo. Con la paciencia de un sabio solitario comenzó a remover la
tierra frente a la placa, poco a poco, sin apresurarse; quería respuestas, pero
bien sabía que debía esperar un poco más por ellas si deseaba que fuesen las
indicadas.
El cielo aún estaba oscuro cuando sus manos
tocaron algo diferente a la blanda masa y un sonido de fácil reconocimiento
rompió silencio fúnebre. Arrojóse al agujero que formó y de un tirón levantó la
tapa que lo separaba de su objetivo. Una nube de viejo polvo corrió más rápido
de lo que él corrió en su travesía y tardó un momento en divisar las fauces
blanquecinas de una calavera atrapada en un grito de dolor.
Las ropas se consumían lentamente, al igual
que los huesos más pequeños de sus manos. El calor envolvió al joven como nunca
antes, pero no un calor reconfortante, eran las llamas de un infierno que no se
presentaba ante él de la manera convencional. Un salto lo apartó del conjunto
de huesos, pero la calavera se giró para seguir su recorrido con la mirada
hueca y las cuencas vacías y oscuras persiguieron la memoria del joven y se
instauraron en lo más profundo de su ser.
El fuego invisible alcanzó la seda envejecida
que cubría la parte interna de la caja de madera y terminó por consumirlo todo
mientras el joven tomaba su camino de vuelta con pasos torpes.
¿Respuestas? ¿Para que respuestas? Solo son
la ilusión de los desdichados que aun no logran comprender sus más vánales
pensamientos.
Se perdió tantas veces que la cuenta se
escapó de sus manos y toparse con su hogar fue su sagrada bendición. La puerta
seguía abierta, se adentró a la estancia y sin fijarse en los rostros
sonrientes de los retratos la cerró con llave y caminó a grandes zancadas hasta
las escaleras, las cuales subió en un dos por tres.
Se llevó la mano al pecho y arrastró los
sucios pies por el pasillo oscuro hasta llegar a su habitación. Esperaba descubrirla
en llamas, hecha cenizas como debía hallarse ya el retrato; pero la puerta continuaba
intacta y no olía a humo.
Con dedos trémulos giró el picaporte y la
puerta se abrió con un sonoro chirrido que trató de evitar con un infantil
mohín. Nada parecía quemado. Un suspiro aliviado se escapó de sus labios
durante el primer paso, cuando su pie tocó el suelo, empero, una sustancia
viscosa lo cubrió y el suspiro murió antes de llegar a su fin natural.
El joven no quiso mirar al suelo, la
sustancia viscosa resbalaba por la pared de la cual el retrato era dueña; roja,
perpetua.
Un gritó se escapó de los labios pálidos de
aquel hombre, que solo era hombre por su genero, cuando el liquidó se movió de
una forma extraña y la sangre dibujó en la pared la figura del retrato.
[1] El Coco o Cuco de los cuentos
populares infantiles que suele ser usado para asustar a los niños y obligarlos
a irse a dormir pronto.
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